Llevaba tiempo sin experimentarlo.
Madrid. Domingo. Tarde lluviosa otoñal.
Llegué como pude al coche, cerré la puerta y recobré el aliento. Quería saborear el instante eterno, recién vivido, que me había colapsado. Necesitaba rumiar esos segundos para poder balancearme en ellos cuando el horizonte vuelva a nublarse.
La esperanza que me inundó era indescriptible, fue una posesión pacífica que me embargó de una paz sobrecogedora.
Se marchó como siempre, sin hacer ruido, discreta y elegante, sus ojos transparentes reflejan la grandeza -casi angelical- que esconde en su interior.