La beatificación de Juan Pablo II se demorará debido a que aún no se han completado todos los pasos previstos, explicó este lunes a la AFP el portavoz del Vaticano, padre Federico Lombardi.
Lombardi desmintió así la noticia publicada por el diario italiano La Repubblica en la que se asegura que la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II tendrá lugar en abril o mayo de 2010.
Me parece que es buen momento para adjuntar el artículo que escribió Pedro J. Ramírez, director de El Mundo, el día siguiente de su fallecimiento:
El Papa que nos cubría las espaldas
PEDRO J. RAMIREZ
Cuando a las 18.48 horas del 16 de octubre de 1978 el cardenal Felici, portavoz del cónclave, anunció desde el balcón de la plaza de San Pedro que el nuevo Papa llevaba el nombre latino de Carolum e hizo una breve pero enfática pausa antes de pronunciar su cargo y apellido, todos los especialistas en la nomenclatura de los príncipes de la Iglesia contuvieron el aliento presos de perplejidad, pues el único Carlo del colegio cardenalicio era el octogenario Confalonieri que ni siquiera había participado en la elección. Era tal la inercia de cinco siglos que nadie pensó en otro idioma que no fuera el italiano. Según el historiador Frederic Baumgartner, no faltó incluso quien creyó que se trataba del segundo nombre del cardenal de Florencia Giovanni Benelli, favorito de todas las apuestas.
Pese a su juventud -57 años- Benelli había liderado las primeras votaciones y en el quinto escrutinio se habría quedado a sólo cinco votos de los 75 requeridos para la fumata blanca. Su fama de autoritario desencadenó entonces todo tipo de maniobras tras las puertas herméticamente cerradas cum clave y una coalición de miembros de la Curia y cardenales liberales comenzó a buscar un candidato alternativo para cerrarle el paso.
Fueron tales las intrigas y tensiones que el veterano cardenal Siri -frustrado tras su tercer fracaso en la persecución del papado- terminaría declarándose partidario de que la opinión pública conociera a posteriori los detalles de lo sucedido, alegando que «el secreto, aunque sea útil en el momento del cónclave, puede llegar a esconder conductas muy poco caritativas».
El caso es que lo único en lo que los pronósticos se aproximaron a la realidad fue la edad del elegido. Cuando Felici deshizo su pausa para desvelar que el Carolum en cuestión no era otro sino el arzobispo de Cracovia de 58 años Karol Wojtyla, millones de católicos y no católicos del mundo entero dieron un respingo que enseguida desembocó en sentimientos de estupor, sorpresa e intensa curiosidad. Por primera vez en los últimos 450 años la Iglesia iba a tener un Papa no italiano y por primera vez en sus casi 2.000 años de historia la sede de San Pedro iba a ser ocupada por un polaco; lo cual en 1978, con el dogma comunista pretendiendo perpetuarse tanto como el católico, significaba un inesperado factor de confrontación adicional sobre el tablero de la Guerra Fría.
¿Dónde estaba usted el día que eligieron Papa a Juan Pablo II? Casi 27 años después probablemente ese sea, junto con el asesinato de Kennedy y el primer paso del hombre en la Luna, el momento más emblemático que las personas de varias generaciones asociamos a nuestros recuerdos de niñez, adolescencia o juventud. Yo escuché en directo la voz de Felici en la Glorieta de Cuatro Caminos a través de la radio del taxi que me llevaba a la sede del PSOE de la calle de Joaquín García Morato -todavía el nombre del aviador franquista no había sido sustituido por el originario de Santa Engracia-, donde, como joven redactor de Abc, tenía una cita para conversar con Felipe González.
El PSOE aún no había abandonado el marxismo y buscaba, como toda la izquierda europea, su incómodo encaje en un mundo bipolar.Estados Unidos lamía sus heridas de Vietnam y Watergate bajo la incompetente presidencia de Jimmy Carter y la Unión Soviética, en el apogeo de la era Breznev, actuaba como un plantígrado firmemente asentado en sus zonas de influencia. Nadie hubiera vaticinado que en poco más de una década ese poderoso imperio se desmoronaría a la vez que el Muro de Berlín tras el que se protegía, y que uno de los grandes catalizadores de las revoluciones de la Europa del Este sería la figura y el mensaje de ese robusto nuevo pontífice que, inmediatamente después de que Felici pronunciara su nombre, mostró por primera vez a los fieles su rostro eslavo de encanecidos cabellos rubios.
Tal vez ocurra que a toro pasado todos podemos ser profetas, pero repasando las imágenes de sus primeros años de papado es fácil ver ahora en esa fotografía del discurso del 83 en Varsovia, ante un general Jaruzelski de gafas tan negras como su futuro, el germen de la destrucción de un régimen totalitario que no tuvo más remedio que abrir sus puertas a tan vigoroso heraldo del cambio.
Para entonces ya era evidente que la Iglesia había encontrado un jefe idóneo para la era de los medios de comunicación de masas, los viajes transoceánicos y la globalización. Aquel no era un Papa según el molde tradicional al que, con matices más intelectuales y reflexivos -Pablo VI- o más bondadosos y humanistas -Juan XXIII, Juan Pablo I-, se habían ceñido sus antecesores. Aquel era un gigante mediático, un globe trotter, un cantante de rock transustanciado en misionero, una estrella televisiva, un movilizador de ingentes multitudes y -sobre todo, nunca mejor dicho- un líder carismático.
Casi 27 años después, tras haberse convertido en uno de los pocos sucesores de San Pedro que han logrado superar el mítico cuarto de siglo que duró el primer pontificado, Karol Wojtyla ha agonizado con la misma publicidad con que ejerció su magisterio, ofreciendo desde las ventanas de la clínica o del Vaticano el mudo testimonio de su sufrimiento, como un Ecce Homo a punto de emprender su último Via Crucis.
En el balance de su papado quedan dos enormes campañas de muy diversa índole y desenlace. Por un lado esa contribución decisiva al triunfo de la democracia sobre el totalitarismo que permitió al siglo XX concluir su tracto histórico en paz consigo mismo.Por el otro, la tan infatigable como impotente cruzada para preservar el concepto tradicional de la dignidad humana, acuñado por el cristianismo, de su constante erosión a causa del ejercicio de las libertades individuales en un mundo cada vez más secularizado y hedonista.
Con Juan Pablo II desaparece el último gran símbolo de esa Europa que vio su primera luz cuando aún retumbaba sobre las trincheras anegadas de cadáveres el estúpido eco de aquellos cañones de agosto del 14 que convirtieron una guerra que nadie necesitaba ni quería en una inmensa tragedia colectiva. Esa Europa que, tras ser incapaz de cerrar en Versalles sus heridas, engendró los monstruosos siameses del nazismo y el estalinismo y desencadenó una nueva contienda que esparciría la destrucción y el dolor por el propio continente y terminaría exportando su apocalíptico paroxismo en forma de hongo nuclear al más remoto de los imperios asiáticos. Esa Europa que, partida en dos mitades, vivió luego durante otras cuatro décadas el perpetuo terror del pistolero obligado a estar permanentemente en disposición de desenfundar el revolver del exterminio atómico antes de que lo hiciera su adversario.
¡Qué bien entendió el Papa, cuando llegó la crisis de Irak, que, pulsiones morales al margen, el legado de tan espantosos antecedentes no podía ser otro que una innegociable ansia de paz, sólo revisable por una verdadera situación límite que nadie percibía!
Con la muerte de Karol Wojtyla hemos dicho adiós a todo eso.Aunque los grandes valores a defender sean los mismos, difícilmente servirán ya las recetas que nos permitieron preservar durante el siglo XX, en medio de tales naufragios colectivos, un modelo de civilización del que a la postre nos sentimos orgullosos.Tal y como quedó patente tanto el 11-S en Manhattan como el 11-M en Madrid, las amenazas son distintas y también han de serlo las respuestas.
Juan Pablo II se ha ido con la mitra puesta, aferrado al báculo de perpetuo peregrino, firmando los últimos nombramientos de obispos apenas unas horas antes de entrar en agonía, garabateando con el final de su resuello un mensaje de amor al género humano.Ha querido el destino que su óbito suceda sólo unos días después de que la muerte biológica de quien como Terri Schiavo había dejado de pensar y sentir desde hacía 15 años, atizara todos los debates sobre las fronteras de la vida y el papel de la fe frente a la ciencia.
En la práctica totalidad de esos conflictos -libertad sexual, control de natalidad, aborto, eutanasia, investigación con embriones, clonación terapéutica- las posiciones del Papa se han ido quedado en menguante minoría, desbordadas por la realidad de unos avances científicos que han ampliado los márgenes de decisión de los individuos y por unas leyes permisivas que reflejan el anhelo colectivo de buscar libremente la felicidad en esta vida.
Siendo mi caso el de uno de esos millones de españoles que, habiendo tenido educación religiosa, defendemos los valores de una sociedad laica y apoyamos el racionalismo, el progreso y la capacidad de cada individuo para tomar todas las decisiones que le afecten -incluidas las encaminadas a poner fin a la propia vida-, debo decir ahora que desde el mismo instante en que ha muerto este Papa he empezado a echar de menos el sentido compensatorio y cautelar de su intransigencia.
¿Cómo no defender el derecho de una mujer a interrumpir su embarazo en las primeras semanas de gestación sin que eso tenga consecuencias penales para ella? ¿Pero cómo no tener en cuenta, al mismo tiempo el llamamiento del Pontífice a proteger la vida ajena desde el momento de su concepción y el riesgo de que tal vez la Historia sea implacable con una civilización que se aplica a la destrucción de los seres más indefensos?
¿Cómo no permitir la alteración de la carga genética de un embrión para prevenir la transmisión de una enfermedad o para producir un donante compatible con un familiar que necesita un trasplante de médula? ¿Pero cómo no escuchar a la vez la advertencia de que tal intervención en el preámbulo de la vida, si a la necesidad le sucede el capricho y al capricho la ambición, puede terminar dando al traste con la propia noción de individuo y de persona?
He aquí dos buenos ejemplos del debate moral que ha de preceder a toda decisión política que afecte a cuestiones tan trascendentales para el futuro de la humanidad. Al final no queda más opción realista que la de legislar buscando el equilibrio entre todos los criterios contrapuestos. Los riesgos de que nuestra sociedad descarrile no deben disuadirnos de seguir avanzando en pos del aumento de la esperanza de vida y el bienestar material, asumiendo con osadía el envite de las nuevas oportunidades que nos abren la ciencia y la tecnología. Pero en esta era del pensamiento débil, la ética indolora y el crepúsculo del deber ha sido una suerte contar con la válvula de seguridad y el elemento de contrapeso de una personalidad tan colosal y abnegada como Juan Pablo II.
Tal vez pueda parecer el colmo del egoísmo, pero puesto que no vamos a renunciar a probar ninguno de los frutos del árbol prohibido, tengamos lo más a mano posible al mejor suministrador de antídotos, no vaya a ser que alguno de los bocados termine siendo venenoso.No creo que avancemos inexorablemente hacia el despeñadero de una rugiente catarata, pero, por si acaso, ha resultado muy tranquilizador llevar a bordo a alguien empeñado en remar denodadamente en la dirección contraria a la de la corriente. Claro que eso podía reducir la velocidad de desplazamiento, pero ¿y si quien estuviera en lo cierto fuera él?
Probablemente para la Iglesia católica sea conveniente encontrar ahora un camino intermedio en el que sus proposiciones sean más compatibles con las nuevas realidades. Y entiendo que haya muchos cristianos que estén anhelando tener no sólo un líder espiritual al que admirar sino también un prescriptor de formas de vida cuya ejecución práctica no requiera más allá de un esfuerzo razonable.Sin embargo estoy seguro de que seremos multitud los no practicantes que vamos a echar de menos el aliento en el cogote, a la vez cálido y severo, de este polaco tozudo e infatigable. Porque por mucho que nos quejáramos de que su resistencia y reacción estaba entorpeciendo nuestro avance, de que siempre que intentábamos ascender otro peldaño en la escalinata del progreso lo teníamos subido a la chepa tratando de retenernos en este valle de lágrimas, ni por un momento dejamos de darnos cuenta de que también estaba ahí, gratis et amore, para cubrirnos las espaldas.
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